¡Qué carajo importa!

¡ESCUCHA AL FIN MI VOZ!

ME REHÚSO A NO VACIAR TANTAS MEMORIAS, ME REHÚSO A SUFRIR VIEJOS DOLORES.

En este momento me siento tan ajeno al entorno putrefacto, me aíslo como islote del archipiélago.

Yo tenía tan sólo (y tan solo) un par de años cuando la muerte se reveló (y se rebeló) ante mí como una imagen lúdica o temor irrefutable. Cuando la dicha infantil e inocente ardió dejando vestigios a medio chamuscar. Tan sólo un par de felices memorias rondaban de a ratos, pocas veces los sueños vencían a la repetida pesadilla.
Ese temor me dominaba pero, yo me sometía a él y aceptaba su tormento. No vaya a ser cosa que la muerte llegue y me encuentre distraído.
El espíritu no existe, pero ¿por qué es tan real este dolor?

El mundo era cielo, pradera y hogar. No comprendía más. El amor: esa figura materna, cálida y fluorescente.
Era beodo de inocencia y felicidad: los tiempos en que perro era corcel y cuchara vieja era sable, el campo de batalla un pequeño y alambrado parque. Un viaje en ómnibus era viaje a las Indias o a la China.
Ella era para mí lo que la Luna, como ojo guardián, al cielo. No podía sentirme más cuidado como en sus brazos; cómo no verte en esos (10 años posteriores) ojos femeninos y ¡cómo no volver a amar!
Fuimos tan felices que hasta la tristeza era momento de unión y sonrisa. Fuimos pero, ¿qué pasó?
Te has ido.
Te has desvanecido en caminos arenosos, en suelos desparejos, en 4 ruedas te has ido. Lejos, lejos y tal vez no tanto.
Entraste al sendero de la vida en la memoria.
Yo la amaba, no puedo asegurar que ella a mí pero,
supongo.

Tiempo.

El tiempo, ah, ese ínfimo juego de luces parpadeantes. Esa canción sin fin que siempre acaba. El consuelo de los inútiles, el némesis de los amantes. ¿Cómo puedo yo amar la vida si la vida no comprendo? ¿Cómo puedo comprender a los utópicos, a los idealistas que luchan por un bien común que nunca van a disfrutar?
El tiempo, ah, caja de sorpresas incansables.